Rodeada de noche: Carrera Nocturna del Deporte Universitario

Todavía recuerdo cuando Adriana nos dijo que correríamos la Carrera nocturna el 21 de abril. “En mi vida”, pensé, “yo no aguanto nada, me voy a quedar sin aire a los 3 kilómetros, qué tal que se me sube la presión y correré el riesgo de que me dé un infarto”. Después, en mi casa, mitigando mi hipocondría y mi pesimismo, vi el asunto desde otra perspectiva: “Se ha de sentir muy bonito recibir una medalla en el Estadio Olímpico de CU; la ventaja es que no me deshidrataría tanto porque no va a estar el sol y es una buena oportunidad para prepararme y ejercitarme; realmente 8 km no es mucho, es una buena distancia para mi primera carrera. Le diré a Adriana que sí”.

Al enterarse mi papá, un hombre de 67 años, triatleta y maratonista, se dedicó a motivarme, darme consejos y hacerme sentir feliz por el simple hecho de participar. Me dijo: “Tú vas a ser una ganadora por estar allí. No pienses que te va a recoger el camioncito. También tienes que esforzarte y pensar que la tiene que acabar. No hay otra opción”. Mi mamá no se quedó atrás, me prestó una cangurera que tenía guardada y un contador de pasos que no sabía de dónde había salido, “creo que venía en un cereal”, me dijo.

Conforme se acercaba la fecha, yo me empecé a sentir entre ansiosa y nerviosa. Les pregunté a Lalo y Adriana qué me recomendaban comer antes de la carrera. “Come bien a la hora de la comida, después algo muy ligero. Aunque claro, no te quieras comer un pozole”, “¿Te gusta la crema de cacahuate?, pues hazte un sándwich y cómetelo como a las 5, o cómprate una barra”.

Es 21 de abril, despierto relativamente temprano y con algo de hambre porque mi papá me sugirió no cenar mucho. Desayuno con mi mamá, y me dice que coma bien antes de irme. Después de un rato, como pollo con jitomate y tomo suficiente agua. A veces cuanto más uno espera algo, parece que el tiempo avanza más lento.

Es momento de salir de mi casa. Me encuentro con Zaira y con Darío y seguimos nuestro camino rumbo a CU. Una vez allí, en las banderas del Estadio, nos reunimos con el demás personal de la DGIRE. En unos minutos tomaremos la foto conmemorativa.

Adriana y Zaira preparan la fotografía. Nos invitan a tomar nuestros puestos: primero bajamos unos escalones, luego subimos; nos recorremos a la izquierda, luego a la derecha; una foto con Rectoría como fondo y otra con el Estadio Olímpico Universitario; gritamos una goya. Se percibe un ambiente de alegría y orgullo por la Dirección General de Incorporación de Estudios, instancia a la que pertenecemos y a la que se ha dedicado la carrera por su 50 aniversario. Finalmente, después de risas y pláticas, empezamos a avanzar hacia donde todos los corredores se están dirigiendo.

Es la primera vez que corro una carrera, y como en cualquier primera vez que uno hace algo, estoy nerviosa. Después de dejar nuestras cosas en el guardarropa, nos dirigimos a la entrada para corredores. Me despido de Antonio, me dice que no me rinda, que yo puedo y que me ve en la meta; unos metros adelante, se encuentran mis amigos con los que correré.

Camino a través del túnel donde ya se vislumbra el campo muy verde y noto la emoción de Adriana – que camina junto a mí– al pisar el tartán que nos da la bienvenida desde antes de llegar a la pista. Una vez allí me parece que el Estadio Olímpico Universitario no puede ser mejor: imponente y acogedor al mismo tiempo.

De pronto, el mensaje de #SOYDEPORTEUNAM que aparece en la pantalla frente a nosotros, cambia y ahora muestra los rostros de los varones que participarán en la carrera y que están a punto de salir. Al otro lado de la pista, las mujeres no entendemos lo que se dice allá en la línea de salida, pero de repente, casi como de manera instintiva, reconocemos el grito que nos identifica y nos unimos a él: … “¡Cachún, cachún, ra, ra! ¡Cachún, cachún, ra ra! ¡GOYA! ¡UNIVERSIDAD!”.

La Directora General de Incorporación y Revalidación de Estudios, la Licenciada Manola Giral de Lozano, da el disparo que indica la salida de la agrupación varonil y, al mismo tiempo que los hombres avanzan, lo hacemos también las mujeres, lentamente, hacia la línea de salida. Nosotras salimos 10 minutos después.

Mientras caminamos, recuerdo las palabras de mi papá diciéndome que yo ya soy ganadora, las de Adriana diciéndome que sí la acabo, la promesa que me hice de dedicarle un kilómetro a cada una de las personas que son muy importantes para mí, el contador de pasos que me dio mi mamá y que traigo conmigo, la “Oración del corredor” que me dio mi papá y que está dentro de mi cangurera.

En este momento pienso en otras cosas que me digo internamente: no olvides respirar, no olvides hidratarte, si te cansas, trota, pero no te detengas, tu cuerpo es lo único que realmente te pertenece y le agradeces mucho poder estar aquí. Gracias.

Empezamos a trotar y pasamos la línea de salida; la gente grita varias cosas, aplaude y nos anima. Vemos a Zaira con la cámara y le sonreímos. Avanzamos y salimos del Estadio; afuera hay personas que nos siguen alentando. El anochecer aún permite que podamos distinguir que más adelante se aglomeran los participantes; los miembros del comité organizador gritan que el camino se reduce, hay que andar con cuidado.

Del otro lado del circuito hay corredores que ya van de regreso. Es admirable cómo su constancia y dedicación dan frutos. El deporte, después de todo, es una disciplina que fortalece y mejora el rigor, el carácter y la toma de decisiones en la vida cotidiana.

Un poco más adelante la situación se me empieza a complicar. Mis piernas están un poco más cansadas y adormecidas, pienso que mi circulación me está fallando, que algo malo me va a pasar, a lo mejor de la nada mis piernas se detienen, me digo, pero luego trato de alejar mis pensamientos y poco a poco el hormigueo desaparece.

Llegamos a una parte de la ruta que, como nos habían contado: “es todo subida”. En efecto, Brenda y yo debemos aminorar el paso y comenzamos a trotar. A pesar de que me digo y repito que ya falta poco, parece que la pendiente no termina porque, además, es curva. Es aquí cuando pienso que ya no lo logré, que nunca debí decir que sí y que no voy a entrar por el Estadio. Le pregunto a Brenda la hora y pienso que, después de todo, a lo mejor sí lo puedo lograr, “el camioncito que recoge personas no es una opción”.

Me concentro entonces en ver el paisaje y escuchar los ruidos que me rodean. Recuerdo la primera vez que vi Ciudad Universitaria de noche, durante mi primer semestre en la Facultad de Filosofía y Letras. Recuerdo la Biblioteca Central toda iluminada despidiéndome después de mi primer día de clases ¡No puedo ser más afortunada, Pertenezco a la UNAM!, me digo mientras seguimos trotando.

Casi de manera inspiradora el camino empieza a dirigirse hacia abajo y vemos la marca de 7 km. Sólo nos falta el último. Parece que me inyectan ánimo y le propongo a Brenda que trotemos más rápido, “al fin que es bajadita”. “Sí, como tú me indiques”, me responde. Cada vez me siento más cerca de llegar; los miembros del comité organizador nos alientan, dicen que ya falta poco o que ya lo conseguimos.

Por momentos siento que me puedo caer fácilmente porque en esa zona ya no hay alumbrado y casi no distingo el suelo. Tal vez mi concentración en fijarme bien y no tropezarme hace que no note cuando llegamos al puente donde la gente nos aplaude y grita goyas. Le digo a Brenda que los voy a saludar, aunque no conozca a nadie y ambas empezamos a saludar con la mano. Nos reímos y pienso: Me da gusto compartir esta carrera contigo, Brenda.

No sé cómo ni cuándo, pero mis pies ya están tocando el tartán y ahora entiendo la emoción de Adriana al inicio de todo. Las lámparas del Estadio Olímpico Universitario me alumbran totalmente: el rostro, las piernas, los brazos y hasta el espíritu; siento una emoción extraña, ganas de llorar, no sé si por el esfuerzo, por el logro, por el Estadio, por ver la meta a unos metros o por todo en conjunto. Percibo un nudo en la garganta y algunas lágrimas que salen de mis ojos de forma involuntaria.

Oigo voces (ya no sé de quién) que me dicen que ya no me falta nada, que no deje de correr y un “vamos Nancy, ya llegamos” de Brenda. No entiendo cómo sigo avanzando, sólo sé que mis piernas continúan su movimiento; entonces la meta parece estar muy cerca y en sólo un instante ya me encuentro del otro lado.

Escucho la voz de Antonio que me grita muy fuerte desde las gradas “¡Nancy!”, volteo la cara, lo veo de pie con los brazos alzados y alcanzo a leer sus labios: “Lo lograste”.

Nancy Guadarrama Leal